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Mandela, Obama y sociedad desigual

Escrito por: Carlos R. Salcedo C.

Nelson Mandela no fue un presidente más. Es un símbolo de la lucha por una sociedad justa y equitativa. Haber sido el primer presidente negro de Sudáfrica, en un país jerarquizado, dominado por blancos, pero sobre todo enfocado en ponerle fin a la discriminación racial institucionalizada, la pobreza y la iniquidad, como en lograr la reconciliación racial, lo han convertido en un sol de igualdad que ilumina este mundo de discriminaciones.

La Corte Suprema de los Estados Unidos acaba de abrir sus puertas para que las parejas de un mismo sexo puedan contraer matrimonio, al declarar inconstitucional la Ley de Defensa del Matrimonio (Doma), que lo define como la “unión entre un hombre y una mujer”, impidiendo que los homosexuales casados en los estados donde es legal logren reconocimiento y beneficios fiscales a nivel federal, porque “viola los principios del debido proceso y la igualdad de protección aplicables al Gobierno federal”.

El presidente de EE.UU., Barack Obama, casado con mujer, no homosexual, quien ha apoyado el matrimonio gay, a comienzos de 2011 ordenó a su Gobierno que no defendiera la DOMA en los tribunales federales y celebró el fallo diciendo que es “un paso histórico hacia el nacimiento del matrimonio igualitario”.

Estos dos ejemplos son expresiones de defensa de la igualdad y deben movernos a adoptar una actitud de apuesta a una sociedad que no sólo proclame la igualdad, sino que la materialice con políticas públicas y conductas coherentes con dicho principio.

Una sociedad política, civil o religiosa que trate como inválidos o parias a quienes tienen capacidades especiales y a los niños y envejecientes como clientela, que aberre de los que tengan preferencias sexuales homosexuales, y no los considere como seres humanos sujetos de derechos, es una sociedad desigual, condenada a vivir en un estado de tensión insostenible, capaz de derribar el muro de carga del edificio constitucional y social que hemos venido construyendo.

Todos somos iguales tanto ante la ley humana como la divina. Proclamarlo es fácil. Ponerlo en práctica difícil. Pero no hacerlo es pura politiquería y fariseísmo.