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EL GRAVE PROBLEMA DOMINICANO

Escrito por: Carlos R. Salcedo C.

En nuestro país somos expertos en diagnósticos. Sabemos cuáles son nuestros problemas. Nos graduamos con méritos a la hora de identificar las causas de los males que padecemos.  Vivimos dando muestras elocuentes de que conocemos las soluciones a los obstáculos que nos impiden avanzar en la senda del desarrollo. Es más, hemos demostrado maestría en entender los caminos que debemos recorrer para vencer las dificultades que nos mantienen como una sociedad atrasada, con algunos signos deslumbrantes de modernidad.

República Dominicana exhibe, con redoblantes, uno de los más altos índices de crecimiento económico de la región y del mundo. Nos consideramos un país afortunado al presentar al mundo nuestra estabilidad macroeconómica. No creo que sea una herejía preguntarse si para medir dicha estabilidad se han tomado en cuenta nuestro evidente bajo índice de bienestar general y el desequilibrio de las finanzas públicas (más gastos que ingresos), esto último confirmado por el déficit reflejado en el presupuesto del año 2012 que obligo a la conocida reforma fiscal.

Aunque nos sacamos las mejores notas  en comprender nuestras debilidades y ausencias, nos quemamos por el bajo nivel de desarrollo humano. Este debería ser un preocupante signo de contradicción.

Somos un país con muchas potencialidades para emprender el camino hacia el desarrollo integral. Somos un país pequeño, no muy accidentado geográficamente, con relativa escasa población, con grandes recursos turísticos y naturales y con buen precio de mano de obra; ¿qué nos hace falta para cruzar a la avenida del desarrollo? Poner en marcha ese enorme potencial, para ordenar el país, combatir el caos existente, desde la corrupción, falta de profesionalidad en el manejo de los asuntos públicos hasta la falta de institucionalidad y competitividad.

En definitiva, el problema que impide nuestro desarrollo es la alarmante corrupción, la que es superable a través de la transparencia de los actos de gobierno y de una ética pública a toda prueba, la sanción contra quienes prevariquen, por no cumplir con sus sagradas funciones.